EL PERSONAJE: LA MÁSCARA DEL OTRO

Hoy subo el último de los veinte temas de Juan Carlos Gené que he copiado de su libro.
Espero lo disfruten como los anteriores




El personaje: la máscara del otro

No por repetida hasta constituir un lugar común deja de ser sugerente y verdadera la ya aludida imagen del chamán enmascarado que danza la caza de la presa como manifestación primaria de teatralidad. La máscara lo transforma en otro, en este caso, en un dios o alguna forma de ser sobrenatural. Pero observemos en él, como en cualquier enmascarado que realmente asume su máscara --aquel que se la coloca intentando auténticamente ser otro que la máscara modifica su corporalidad. Si su cuerpo no experimenta una presión de cambio, la máscara sólo logra ocultar su rostro, pero no crear otro: como ocurre con algunos tristes trasnochados de carnaval que regresan a su casa en un transporte público, son la total inexpresividad.

La máscara produce efectos mágicos porque apenas colocada modifica el cuerpo, la actitud, la gestualidad, la marcha, el salto, el ataque, la danza… Y entonces transporta la expresividad a otro nivel en que la cotidianeidad queda borrada. La máscara, el rostro del otro, por ser otro cambia mi cuerpo.

Decíamos antes que la modernidad, la historia que parte del Renacimiento, cambió la máscara por el personaje. El personaje será en adelante la máscara que el actor intenta colocarse. Y adelantemos que, si como la máscara, ese personaje no me modifica en mi ser (mi cuerpo), nunca será un personaje, sino una de esas inexpresivas máscaras carnavalescas que caen en la inopia porque el portador ya no se deja modificar por ella.

Este proceso se cumple partiendo de la ficción literaria creada por el dramaturgo. Allí está el material primario y nobilísimo del futuro personaje teatral. Futuro, porque aún no es materia corporal, es sólo literatura. Será el actor quien le dará vida teatral encarnándolo, materializándolo.

La historia narrada en la pieza escrita (si es buena como obra) está constituida con acciones. Encarnar un personaje es emprender su ficción material, el juego de realizar esas acciones. Y accionar implica la necesidad de crear fuertes vínculos con el espacio y con los otros. Ese personaje se va definiendo a sí mismo en el hacer, vinculándose. De cómo se vincula surgirá su ser, de qué y cómo lo hace para alcanzar lo que quiere. Un actor encarnando un personaje es una poderosa energía desencadenada como voluntad que ejerce con los otros una potente fuerza vincular.

Y es el cuerpo quien vincula. Por empezar, es el que mira y ve, escucha y oye, palpa y siente y también se hace sentir; es el que atrae, repele y empuja, el que acaricia y abraza, el que ataca y mata; y es el que habla para modificar a los otros, como hace todo lo anterior para modificarlos en función de lo que necesita. Y es el que experimenta afectos y pensamientos y los modifica, como modifica los ajenos. Pues esa voluntad de modificación impone que, previamente, él se modifique adaptándose permanente y dinámicamente a las dificultades que los otros ponen a su acción.

Para que todo esto pueda ocurrir tiene que ocurrir antes una fuerte corriente de energía que comienza por las resonancias corporales, los impulsos de hacer que el conocimiento por el actor del personaje de la obra genera en él. Como habíamos adelantado, la máscara que significa el personaje me modifica corporalmente o nunca podrá ser.

Un personaje, pues, vive en el cuerpo del actor. No es previamente. Deviene en las acciones del intérprete. No es un ser real sino poético, que se va conformando a partir del gran texto que lo creó como gran personaje de la literatura dramática, y va siendo el producto de las acciones que el actor realiza vinculándose.

Darle un supuesto ser a priori, anterior a la experiencia actoral, es a mi juicio equivocado y hasta funesto. Es el actor quien lo va creando como imagen personal, partiendo del texto, en su cuerpo actuante y vinculante. Quizás en el final de ese proceso creativo, final que, paradójicamente, no existe, podamos atribuirle un ser aproximado y quizás hasta preciso.
Porque antes de eso, sólo conocemos la abstracta realidad del personaje literario. Es en el actor donde se hace materia, verdad artística (ficticia) hecha acción vinculante, verdad única y personal, diferente, por personal, de encarnaciones por otros actores del mismo personaje.

El cuerpo del actor, modificado por la presión del personaje que quiere ser, crea ese nuevo ser de ficción jugando a ser él.





JUGAR A SER EL OTRO

Continúo publicando otro texto del gran Juan Carlos Gené.
Esta vez se trata de:


Jugar a ser el otro

Al nacer se nos otorgó una máscara, una personalidad. Y esta máscara me impide usar otras: yo no puedo ser otro. Sin embargo, por ese misterio de la existencia de que hablábamos, nuestro yo tan único tiene vocación de multiplicidad. Porque el milagro improbable de ser concreta una máscara en la que bullen las generaciones que me precedieron que, de alguna manera, están vivas en mí y buscando ser y expresarse. Al ser este yo que no elegí, único e irrepetible, sólo puedo vivir la realidad que ese yo dispone. Pero todo ser humano siente agitarse en sí esas vidas secretas y misteriosas que debe ignorar, porque darles salida franca implica el riesgo de la disolución del yo, de la locura.

El hombre se protege de esa amenaza creando una ficción, un juego en el cual se juega a ser otro. Limitado en el tiempo, para eliminar su peligrosidad, y con convenciones precisas.
Durante ese tiempo él no es el otro; juega a serlo. Y como tal personaje jugado, juega a vincularse con los otros, lo que auténticamente produce el nacimiento de un fortísimo vínculo jugado.

El fenómeno se emparenta con el fuerte, fascinante vínculo que el número 10 establece con los jugadores adversarios que lo persiguen, lo driblean, lo bloquean, mientras él los elude, retrocede, sortea, avanza, siempre vinculado con la pelota que quieren arrebatarle.
En el momento en que ya se ha colocado solo frente al arquero disponiéndose al golpe final y vinculándose con el espacio, el arquero y la pelota con un dramatismo quizá superlativo, la crisis culmina; que coloque o no el gol constituye el final o resolución de la crisis. Se trata, sin duda, de un vínculo real, auténtico, en el juego. Cuando suena la pitada final, el vínculo cesa, y sobreviene una separación, un cambio (una nueva crisis), semejante a la que ocurre en el teatro al final de la representación: cuando el jugador se quita los colores de su equipo hace lo mismo yéndose a casa. Vínculos auténticos de juego, como en el teatro.

Es más: el personaje que juega será en mí, precisamente, en la medida en que me vinculo fuertemente con los otros personajes. De manera que en este sentido el teatro consiste en jugar a ser otro, vinculándose con otros como personaje.