ACTUAR: UN SOPLO DE VIDA... O DE MUERTE.

No hay arte más efímero que el del actor.
A diferencia de la plástica, de la música o la literatura en que el trabajo del artista es tangible, con el nuestro no sucede lo mismo.
Claro que algunos dirán que para eso están las filmaciones cinematográficas o las grabaciones de video. Pero darle el valor exacto como la expresión del arte del actor a una filmación es como considerar obra de arte a una fotocopia de la Gioconda. Ni punto de comparación.
Con un cuadro o una novela nuestros sentidos se impresionan de manera directa, tal como sucede con una buena actuación en la cual vemos – y oímos- hasta respirar al actor en escena, compartimos sus emociones en forma directa y personal, algo que una fotografía es incapaz de trasmitir.
Los actores vivimos en permanente contacto con la muerte, nuestro arte muere al cerrarse el telón o apagarse las luces del escenario, el personaje al que le hemos dado vida se queda sin ella en el momento en que suena el primer aplauso del fin de la presentación. Esos aplausos reconocen la interpretación que hemos hecho de ese personaje y nada más.
Conversaba con unos amigos actores luego de haber participado en un minuto de silencio por un colega fallecido, y coincidíamos en que al actor no se le debe guardar un minuto de silencio sino darle un minuto de aplausos, hacer lo primero es aumentar su ausencia en el mundo.
Cada vez que entro a un teatro vacío, siento algo dentro de mí que es indescriptible.
Una soledad angustiante, un silencio que hace retumbar mis pasos repitiéndolos en un eco interminable y casi escalofriante.
Mirar desde el patio de butacas al escenario es como ver el infinito lleno de sombras del pasado, de sombras que aguardan a que alguien les dé vida. La vista se pasea por todo el ambiente, las cortinas negras de las patas asemejan columnas que se elevan a lo alto y nos presentan, ante ellas, insignificantes y desoladoramente mortales.
Hacia arriba el telar con sus tachos apagados y fríos nos sume en la negrura de la eternidad interrumpida por una sequedad en la boca que nos obliga a tragar saliva y bajar la mirada.
Los bastidores, los pocos elementos escenográficos que pudiera haber en escena, nos abrazan en fantasmal ronda.
Bajamos lentamente algunos escalones y salimos por entre las butacas vacías tratando de retener una lágrima que pugna por salir de nuestros ojos.
La vida está entre tachos y bastidores, fuera de ese espacio, el telón abierto, las luces apagadas, los trastos mudos, son una clara y brutal demostración de lo efímera que es la vida del actor.

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